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Mi pueblo, mi gente. 

La infancia, ese cimiento misterioso, lleno de recovecos y espíritus que nos alimenta por siempre es el hombre que seremos. La luz a través de una persiana de madera se proyecta en el techo a la hora de la siesta, así un niño descubre el cine. O esa palmera eterna que se yergue enmarcada en una ventana cada día, nos enseña la pintura. Hasta que un rayo la incendia una noche de tormenta y entendemos el drama.

La ciudad misteriosa.

La ciudad acostada sobre el río, el que da nombre a un país sin nombre. La ciudad en la que ese niño que fui, aprendió todo lo que creo saber hoy en día. Una costa recia, un río rojo, la piedra, su gente, los veranos y los otoños. El alto cielo estrellado y su brisa.

Las cuevas y largos caminos de tierra que suben alargados, cada rincón de ella vive en mí esté en donde esté.

La quinta de Quiroga, que recorría en mi infancia, llena de miedo y escalofríos y recuerdos ajenos. Tanto era cuna de pesadillas como fuente de alegrías con sus jardines asustados y su gallinero familiar e inquietante. Mis tíos y mis primas: Sara y Rosa me guiaban por los senderos difusos y llenos de historias, sus corredores y sus puertas clausuradas, detrás de las cuales sabíamos que estaba esa bicicleta antigua, la de Horacio, ese niño que supo tañir las cuerdas de esa casa para arrancarle su música siniestra y pálida.

 

Los amigos lápices.

Esos lápices fueron el mejor regalo de mi infancia, eran treinta y seis. Multicolores en su caja interminable. Al principio temía usarlos, me daba pena, no quería que su sangre de colores se gastara, no quería afilar su blanda carne de madera. Eran mis amigos.

Pero quién resiste la tentación cruel, quién es capaz de evitar que tantos grafitos vayan dejando su marca, qué mano infantil y en qué momento decide que es mejor un nuevo dibujo que un viejo amigo. Cada día van dejando rastros implacables en el aburrido blanco de una hoja, de una tras otra, la hoja los tienta, obliga al niño a vestirla de colores para evitar las pesadillas de la noche.

Hasta que un día están tan gastados, que ni la mano del niño los sostiene, ese día al atardecer, decidí enterrar los últimos que me iban quedando. Antes de que fueran un lápiz olvidado y roto.

Volví cuarenta años después y la misma compulsión que me hizo cambiar su vida perfecta de lápiz nuevo en dibujos ya olvidados, me llevó a desenterrar sus nobles cadáveres que seguían aún coloridos, esperándome bajo el tercer árbol desde la puerta del fondo.

 

La Sirenita de Copenhage

La niña camina lentamente por una playa en Mauritania, el mar oculta sus pequeños pies y lentamente vuelve a descubrirlos, las olas se vuelven a su profundo oceáno y se llevan con su espuma las diminutas huellas que ella va dejando, lentamente se llenan de agua y pierden su forma.

Una extraña botella gira sobre sí misma empujada por esas mismas olas, blanca con una etiqueta azul, aunque la niña no sabe leer la palabra "Punsch", si sabe ver una hoja de papel enrollada dentro de la botella. La recoge asombrada. Y sueña.

Todos soñamos alguna vez con un mensaje en una botella, con recibir de las manos del mar un mensaje lejano. La niña mira la etiqueta azul y no comprende lo que dice, pero la lleva entre sus brazos, como a una ofrenda.

Si supiera leerla, desplegaría una amarillenta carta, encabezada por un hermoso dibujo de un barco a vela, seguido de un texto que yo vuelvo a escribir aquí:

Último Viernes del mes, 30 de Abril del año 2004.

Querida Susana D. F. L., amiga mía del alma:

Hoy hace veinte años del último Viernes de Abril, día 27 de 1984. En el que nos prometimos encontrarnos aquí, enfrente a la Sirenita, "Den lille havfrue". Estuve en este frío mes en Copenhague, todo el día, esperando que llegaras fiel al juramento de dos jóvenes soñadores de hace veinte años. Cuando hace ya horas que oscureció el cielo de Dinamarca, me doy por vencido, resignado. La vida no nos permitió encontrarnos esta vez, pero aún así estoy seguro de que un día volveremos a vernos.


O quizás no lo dijiste en serio, aquella vez. O pensaste que lo olvidaría.

No ha sido fácil la vida de la Sirenita, desde que escapó del libro de Andersen en 1913, ha sido atacada muchas veces. Decapitada, mutilada, incluso dinamitada (por eso ha de ser que un vigilante siguió mis pasos por la tarde, hasta el oscurecer). Y sin embargo, su cuerpo de bronce ha salido adelante, con mimo, los sueños daneses han vuelto a reconstruir su figura mágica. Es, ha sido siempre, un abrazo entre los sueños y las pesadillas, con su canto único, su canto de sirena. En fin, casi como la vida de todos nosotros.

Una botella de Punsch me acompaña ahora, por la noche en el hotel, está casi vacía, espero acabar pronto con este licor tan fuerte, dicen que llegó de la lejana isla de Java hace siglos y que se bebe caliente, aunque yo lo he bebido con hielo. A este brebaje nosotros le llamamos ponche, y marea un poco, la verdad. Cuando la botella esté al fin vacía, le pondré esta carta, para lanzarla al mar, a ver si de algún modo llega a tus manos. Sólo para que sepas que estuve aquí.

Quizás en otros veinte años sigamos teniendo un nuevo sueño para compartir.

 

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